por Alejandro San Martín
La ciudad de Ginebra y el escritor argentino Jorge Luis Borges guardan una relación que va más allá de lo literario y que se traduce en una simbiosis ética y estética que se refleja en las calles y rincones de la cosmopolita ciudad suiza, donde como en una moderna Babel se mezclan todos los idiomas, y en la obra del máximo poeta de la lengua castellana.
Uno de sus cuentos, “El Otro“, me ofrece algunas pistas para descubrir la vida de Borges en Ginebra durante el período 1914-1918, cuando viajó a Europa con su familia y quedó varado en la ciudad suiza por la irrupción de la Primera Guerra Mundial.
Me siento en un banco a orillas del Ródano, en el extremo que se une con el Lago Léman, con el “El libro de arena” en mis manos para leer el cuento en el que, justamente, el genial poeta recrea un encuentro fantástico entre un Borges mayor y uno joven, frente a ese mismo río, aunque en realidad el adulto está sentado frente al río Charles, al norte de Cambridge.
Voy hacia el río desde Vesenaz, donde me aloja mi familia, a 17 kilómetros del centro de la ciudad, zona en la que predominan los extensos terrenos cubiertos de sembrados -varían todos los años- que hacen un paréntesis entre grandes casas con jardines y poblados típicos.
El bus, silencioso y confortable, sigue el curso del lago y antes de internarse en las calles de la ciudad me permite contemplar el Parque des Eaux Vives a la izquierda, y el edificio de las Naciones Unidas a la derecha, más allá del lago, entre otros paisajes.
Termino mi recorrido en lo que podría describirse como un Hub del transporte público ginebrino: Rive, por el que pasan buses y tranvías que conectan en todas direcciones y en donde comienza el movimiento más agitado, si es que puede llamarse así, de la ciudad de Calvino.
Con el paso de Borges por Ginebra en mente me dirijo hacia donde fue el primer edificio en el que se alojó junto a sus padres y su hermana Norah, un dato que me descubre el propio cuento: el número 17 de la calle Malagnou, frente a la iglesia rusa.
Llegar es fácil, aunque demanda cierto estado físico -como toda la parte vieja de la ciudad- por los escalones que hay que subir, que en este caso superan el medio centenar, por una escalera que asciende desde la Rue Ferdinand Hodler.
En un intersticio, a la derecha, se encuentra el famoso Colegio Calvino, donde estudió Borges los cuatro años que estuvo en Ginebra, que fuera fundado en 1559 bajo el nombre “College de Geneve” y que recibiera su actual denominación en 1969, destacándose su gratuidad como lo impuso la Reforma Protestante.
Hay que ascender un poco más para llegar hasta Rue Charles Galliand donde se encuentra el Museo de Arte e Historia, y a unos 150 metros, la Iglesia Rusa.
El barrio de elegantes casas bajas -de entre dos y cuatro pisos- me lleva a imaginar los largos paseos que habrá realizado el genial poeta en su juventud, pero ante mi sorpresa, la calle que se describe en el cuento no existe.
La desazón de no encontrar la casa donde vivió la familia Borges se disipa al leer la tesis “Borges y Ginebra: Entre Mito y Realidad”, realizado por el académico Bertrand Levy del Departamento de Geografía e Instituto Europeo de la Universidad de Ginebra.
En ese trabajo se revela que la calle es en realidad la de Ferdinand Hodler, y ya no es el número 17, sino el 7, y no está frente a la Iglesia sino que da a su parte posterior, casi una broma borgiana.
Con esos datos esclarecidos es tiempo de desandar el camino, que imagino, hacía el poeta argentino en esa ciudad que describió como ninguna otra, a excepción Buenos Aires.
En el cuento habla de la plaza Dufour, un acrónimo de Place du Bourg-de-Four, a la que se puede llegar bajando por la rue des Chaudronniers, continuación de la Charles Galliand.
También se puede llegar desde la Rue de Rive -la principal de la ciudad- hasta la Rue du Vieux College y de ahí ascender por la Rue de la Fontaine toba bajo la sombra imponente de la Catedral de San Pedro que domina en las alturas, y donde fue velado el agnóstico escritor.
La plaza es un espacio que se abre entre los edificios de piedra con una fuente como único ornamento, varios bares y el edificio de Tribunales y el de la Policía enfrentándose a las mesas al aire libre repletas de turistas y locales.
Me acomodo en una de las tantas mesitas y café de por medio trato de descubrir en cual de esos balcones habrá observado Borges esos atardeceres “que no he podido olvidar” como relata en su cuento; tarea inútil pero placentera.
Los 4,20 francos suizos que cuesta el expreso -siempre acompañado por un pequeño chocolate y un recipiente con leche- no tienen precio cuando diviso, a mi izquierda, una pequeña escalera que conduce a la librería “Jullien Livres” que Borges solía visitar para encontrar en sus anaqueles algún viejo ejemplar.
Dejo atrás ese encantador rincón de libros antiguos y otras curiosidades y me desvío por la Rue de L’Hotel de Ville para dirigirme a la última morada de Borges, la casona de la Grand Rue -continuación de la anterior- número 28, hoy ocupada por un local comercial en su planta baja.
Recorro el viejo adoquinado sin acera con grandes banderas de Suiza y de Ginebra saludando el paso de los locales y turistas, con la emoción de encontrarme con el lugar donde el poeta murió, el 14 de junio de 1986, tan lejos de su Buenos Aires natal.
Una placa de granito recuerda que Borges vivió y murió en ese sitio, y reproduce una frase que el escritor dedicó a la ciudad: “De todas las ciudades del mundo, de todas las patrias íntimas que un hombre busca merecer a lo largo de sus viajes, es Ginebra la que me parece la más propicia a la felicidad”.
Reflexiono sobre esa relación entre el poeta y la ciudad de Calvino y decido no ir al cementerio de Los Reyes, en Plainpalais, donde descansan sus restos, sino que vuelvo al río para sentarme otra vez con el libro en mis manos y releer el cuento mientras la postal de la ciudad, el “Jet d’Eau”, se eleva hacia el cielo.
Télam.